Horowitz At Home




Vladimir Horowitz, maniático, depresivo y genial

Vladimir Horowitz de joven/
Vladimir Horowitz de joven

Nadie ha creado tantos problemas a los promotores de conciertos como este pianista nacionalizado estadounidense que se retiró varias veces a lo largo de su carrera


Por César Coca

Camille Saint-Saëns odiaba a los pianistas y por eso les dedicó un apartado en El carnaval de los animales. Se considera que entre los intérpretes de ese instrumento abundan los excéntricos e imprevisibles –no quiere decir que todos lo sean, por supuesto– hasta el extremo de que son los mayores generadores de dolor de cabeza de los promotores de conciertos. Así que Saint-Saëns participaba de esa opinión y los colocó en su obra junto a los críticos, otra especie de echar de comer aparte. Pues bien, entre todos esos personajes tan especiales destaca uno por encima de todos, uno de los mayores genios del piano de todos los tiempos, cuyas manías estaban a la altura de su virtuosismo. Su nombre es Vladimir Horowitz y muchos lo consideraban 'el dios del piano'.

Si alguien cree que sus detractores exageraban al hablar de sus manías, lean el resumen que va a continuación: solo daba conciertos a las cuatro de la tarde y en auditorios que el día anterior estaban vacíos porque así podía ir a ensayar cuando quisiera. No actuaba en lugares cuya altitud sobre el nivel del mar fuera excesiva. No tocaba en salas de menos de 1.800 espectadores de aforo. Suspendía el concierto si se había vendido menos del 80% de las entradas. Examinaba metro a metro el escenario para decidir exactamente dónde sonaba mejor el piano, hasta el extremo de que en el Carnegie Hall, donde tantas veces actuó, había una marca en el suelo con el sitio exacto en el que poner el instrumento. Durante muchos años no trabajó en Europa (desde 1928 vivía en EE UU) porque el viaje suponía muchas horas de avión. Suspendía conciertos porque no se encontraba bien de ánimo. O porque tenía algunas molestias físicas.

Viajaba acompañado por un séquito enorme, según ha contado su biógrafo Piero Rattalino: además de su esposa y su agente, llevaba consigo un relaciones públicas, un afinador, un cocinero, un sirviente, un ingeniero de sonido, un productor de discos y varios amigos de su mujer que sabían jugar a la canasta. Los hoteles en los que se alojaba tenían que reproducir en lo posible el ambiente de su propia casa: eso incluía el régimen de comidas, que debían ser las mismas y preparadas de la misma forma. Y su aparato digestivo era especialmente delicado. Podrían añadirse más respecto del silencio y la oscuridad que debían reinar en su habitación los días de concierto hasta que salía del hotel para ir al auditorio. O en cuanto a la necesidad de aparecer escena vestido de manera impoluta, sin una arruga ni una mota de polvo sobre su traje.

¿Divismo?

Sin duda. Pero estamos ante un pianista de los que marcan una época. Nacido en Kiev el 1 de octubre de 1903, estudió con Felix Blumenfeld y Arthur Schnabel. Tras la Revolución de Octubre, su familia fue considerada 'burguesa' –su padre era ingeniero– y grupos de bolcheviques entraron un día en su casa y tiraron el piano por la ventana. Con 24 años se trasladó a EE UU, donde después consiguió la nacionalidad.

Lo mejor de su carrera tuvo lugar en ese país. Allí conoció también a Wanda Toscanini, hija del mítico director. Se casaron en Milán en 1933 y tuvieron una hija que murió antes que ellos por causas no del todo aclaradas. El matrimonio pasó por momentos de crisis, con separaciones temporales, lo que hizo correr el rumor de que Horowitz era homosexual. A estas alturas, parece evidente que lo era. Hay un cruce de frases entre Arthur Rubinstein y él que apunta hacia eso mismo. El polaco dijo en una ocasión que para ser un genio del piano había que ser «judío u homosexual». Horowitz hizo su aportación al juicio de valor: «Hay tres clases de pianistas: pianistas judíos, pianistas homosexuales y malos pianistas», dijo. Conviene aclarar que tanto Horowitz como Rubinstein eran judíos.

En 1936 Horowitz entró en su primera crisis. Daba alrededor de 200 conciertos al año –en una ocasión llegó a dar 25 sin repetir ni una sola obra del programa– y estaba agotado física y mentalmente. Así que decidió retirarse. Fue la primera vez y su alejamiento de los escenarios duró dos años aunque en ese tiempo grabó algunos discos en su casa. Otras tres veces más abandonó voluntariamente la interpretación pública afectado por numerosas depresiones: de 1953 a 1965, de 1969 a 1974 y de 1983 a 1985. En total, su carrera duró 67 años, pero hay que descontar 21 de inactividad. Es el tiempo en que estuvo sometido a duros tratamientos con fármacos de todo tipo y en los que se asomó al abismo del alcohol.

Obtuvo sus mayores éxitos en interpretaciones de Scriabin, –quien le conoció y elogió su forma de tocar–, Rachmaninov, Chaikovski y Schumann, pero también Debussy, Chopin y otros muchos. Era capaz de un intenso lirismo y de una profundidad asombrosa, pero al final el público se quedaba con sus apabullantes demostraciones de técnica en los fuegos artificiales que reservaba siempre para los bises. Ganó 26 premios Grammy y cada uno de sus recitales era un acontecimiento –con el riesgo de que finalmente no se celebrara–, de manera que el mercado de la reventa se hacía de oro gracias a él.

Últimos años

Entraba en el escenario como un anciano que tuviera problemas de movilidad y cuyas fuerzas estuvieran muy mermadas –y hay vídeos que permiten comprobarlo–. Hasta que se sentaba el piano y tocaba con un arrebato juvenil. Rattalino dijo de él que tenía «una asombrosa incapacidad de envejecer».

Regresó a la URSS ya en tiempos de la perestroika, casi sesenta años después de su partida, y cada uno de sus conciertos fue un acontecimiento más político que cultural. De hecho, en las salas había más dirigentes del PCUS que aficionados. Dio su último recital en Alemania el 21 de noviembre de 1987 y murió dos años después, a los 86 años.

Hoy ya no asombran tanto al público los pianistas de técnica infalible y enorme poderío, porque hay muchos. Ni son tan divos como antes. Pero Horowitz, con sus manías, sus depresiones y su desbordante personalidad, sigue estando en el Olimpo. Como un dios.


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