Puccini - Madama Butterfly

Puccini - Madama Butterfly




Por Andrés Moreno Mengíbar

Una “tragedia japonesa”. En eso consiste en verdad, como indica el subtítulo de la composición, la partitura más popular de Giacomo Puccini. Una verdadera tragedia, con un destino malhadado que anuncia desde el principio el desenlace desastroso de aquellos amores que la ingenua Cio-Cio-San creyese sinceros. Por su temática y, ante todo, por los perfiles de los personajes y las aristas de las situaciones, fue la ópera más apreciada de su autor, la que más problemas de creación le supuso, la que más atención le sustrajo, la que más mimo le demandó. Con la orquestación más detallada y brillante de todo su catálogo, es también la obra más lírica y delicada, ajena en su totalidad al universo verista de pasiones primitivas y de tensiones sin fin. No parece sino que Puccini contemplase aquí la oportunidad de tomarse un respiro poético, de recrearse en el diseño sonoro de un personaje tan delicado y entrañable como el de la joven mariposa cuyas alas acaban ardiendo en las llamas del amor y de la inocencia traicionada. Imposible no identificarse con esta muñequita de porcelana, este “juguetito” (como la considera Pinkerton) frágil, a la vez que de una dignidad fuera del tiempo y de los valores imperantes. Imposible también, a menos que dudemos de nuestros más íntimos sentimientos, no emocionarse, no sentir esa corriente eléctrica que nos recorre el cuerpo y nos contrae el corazón. Allí, al corazón, es adonde se dirige esa maravillosa música en la que Puccini dejó lo mejor de sí mismo, en cuanto compositor y en cuanto persona, como si hubiese querido crear un antídoto contra el materialismo y el egoísmo, recordarnos que somos humanos y que ello significa que somos seres capaces de sentir emociones y de conmovernos ante la injusticia, ante el egocentrismo y el desprecio por los más nobles valores. En definitiva, una lección de ética a través de la más refinada estética.

Larga, tortuosa y llena de idas y venidas, de afirmaciones y de rectificaciones, sería la Historia de la creación de esta ópera. Siguiendo una tendencia en él habitual, Puccini quiso, tras el dramatismo descarnado de Tosca, remansar su imaginación en un argumento más poético y lírico. La búsqueda se inició en 1900 y una tras otra fueron siendo descartadas diversas opciones argumentales en las que el fino olfato teatral del compositor no encontraba terreno para excitar su creatividad. En febrero de 1901, encontrándose en Londres para el estreno británico de Tosca, Frank Nielson, empresario del Covent Garden, lo invitó a una representación de Madame Butterfly, una pieza teatral original de David Belasco. Aunque Puccini apenas si pudo comprender gran cosa dado su desconocimiento del inglés, sí que pudo apreciar a la primera las posibilidades que el argumento ofrecía. En pocos días se acordó con Belasco la cesión de derechos y en unas semanas la inseparable pareja Illica-Giacosa se puso manos a la obra para elaborar el libreto.
Hasta llegar aquí, la historia de la pequeña mariposa nipona había sufrido diversos avatares. De la novela original Madame Chrysanthème de Pierre Lotti (llevada a la ópera en 1893 por André Messager), el escritor de Philadelphia John Luther Long extrajo material para una novela por entregas publicada en el Century Magazine que, a la postre, sería transformada con éxito en pieza teatral por Belasco. Por lo tanto, cuando la obra llega a manos de Puccini, tiene tras de sí una breve pero intensa trayectoria de éxitos de público, un éxito en el que sin duda jugó un papel relevante la moda oriental entonces en curso. Eran los años en que las potencias europeas habían por fin conseguido plantar su presencia en los dominios de China y de Japón y cuando se desató una verdadera fiebre cultural por el arte y la cultura de aquellas remotas y exóticas regiones. Si los grabados japoneses jugaron una baza fundamental en el desarrollo del Impresionismo, los “tipos populares” japoneses (gheisas, bonzos, samurais, shogunes) empezaron a poblar uno y mil espectáculos teatrales. No hay que descartar, en los motivos de la elección, el que Puccini, siempre atento a cuanto hacían sus colegas (Giordano, Leoncavallo, Mascagni), quisiese con su nueva ópera competir con Mascagni en su propio terreno ofreciendo una réplica a la exitosa Iris, también de ambientación japonesa y con una gheisa como protagonista trágica.

Como solía ser habitual, la relación entre Puccini y sus libretistas no fue precisamente pacífica, debido a las continuas indecisiones del compositor respecto a escenas, situaciones y número de actos. Por otra parte, Puccini estaba muy interesado en documentarse en la música tradicional del Japón: requirió el asesoramiento de la esposa del embajador nipón en Roma, adquirió partituras y escuchó discos para, finalmente, extraer ese aire levemente oriental y exótico a base de escalas pentatónicas, tritonos y quintas paralelas, con el concurso de instrumentos como el gong, las campanas y el metalófono. A finales de 1903 estaba ya lista la partitura y el editor Ricordi lo arregló todo para su estreno en la Scala el 17 de febrero del año siguiente. De todos es conocido que el estreno se saldó con uno de los fracasos más sonados de la Historia de la Ópera: “Con el ánimo triste, pero imperturbable, tengo que comunicarte que he sido linchado. Estos caníbales no escucharon ni una sola nota. ¡Qué orgía de espantosa locura, llena de odio! Pero mi Butterfly sigue siendo lo que es: la ópera más sentida y más expresiva que he escrito”, escribía el autor a Camillo Bondi. Convencido de que la obra tenía salvación, Puccini reconoció que se había equivocado en varias cuestiones, entre ellas la de presentar una ópera con el formato inusual de un prólogo y único y largo acto, incluir escenas que rompían la unidad dramática y no ofrecer momento ninguno al tenor en toda la segunda mitad del espectáculo. Tras algunos cambios y con material melódico nuevo, volvió a presentarse en Brescia el 28 de mayo de 1904, con un incontestable éxito. Con todo, la versión definitiva, tal y como hoy la conocemos, tuvo su bautismo en París el 28 de diciembre de 1906. De esta manera, con la obra dividida en dos actos (que en la práctica son tres, habida cuenta de la separación del segundo en dos partes mediante el “coro a boca chiusa”), con dos nuevos momentos de lucimiento final para el tenor en su dueto con Sharples y en el bellísmo “Addio, fiorito asil” y con la reescritura de ciertos pasajes, vería la vida definitivamente una de las óperas más populares y bellas del actual repertorio, una de esas raras creaciones que consiguen concordar las opiniones del público menos entendido y de los críticos más conspicuos. Y es que la Belleza, cuando viene servida por la maestría técnica y marcha de la mano de una historia tan emocionante, no puede sino instalarse por siempre en los corazones de todo aquel que pretenda pertenecer a esta raza humana tan proclive a olvidar su propia naturaleza. Una creación como Madama Butterfly nos advierte una y otra vez, doquiera que se represente, que el género humano aún tiene solución si somos capaces de conmovernos ante el triste sino de esta mariposa clavada en el alfiler del egoísmo.



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